jueves, 13 de junio de 2013

Con catorce años llegué al mercado del amor, tomé una canasta que había dejado otro para mí en el suelo, otro que quizá me había visto de lejos con mis zapatos medio chuecos, viejos y gastados. Yo corría por las calles, a ratos caía, lloraba un poco, luego miraba hacia arriba y ponía un pie delante del otro para seguir corriendo. Cogí la canasta, no sabía para qué... las sorpresas de la monotonía no llegan porque sí, vinieron con un montón de voces que quejumbrosas también cantaban, cantaba con ellas, y lloraba también con ellas, pero sigo sin saber escribir canciones...

Sorprende todo lo que te espera delante de dos pies que a ratos subestimas, otras veces desprecias por hacerte caer, y llorar; y no solo caer hasta el suelo, sino en estancias más profundas donde te pones todo oscuro y no te reconocés.

Habían quinientas formas para levantarse, o quizá perdí la cuenta de tantas veces que he caído en un tiempo remoto donde ya la edad no tiene importancia, solo sé de siete lugares a donde dirigirse... Norte, sur, este, oeste, arriba, abajo, adentro... siempre fui hacia adentro, no sé si sea el gran error o una idea brillante... estaba por creer que la vida iba más allá del número de órganos por el que estoy compuesta, ojos, corazón, hígado, intestinos... todos alterados con la maravillosa banalidad del vivir y la inconsciencia de nacer en un mundo que no percibís tal cual es... luego creí que era tan extensa que los órganos solo eran una extensión material de mi yo que salía de todo ese interior cósmico que creaba junto al universo.

A ratos me confundo, me vuelvo mujer de ciencia y no pienso tanto, preciso de número, mi arte se vuelve cuántico, lo cuento todo con los dedos, las formas son exactas.
Luego miro los reflejos humanos de la vida y ya no soy números, Es el todo como una deformidad ambivalente que respira, que suspira, que da un sentido interno,
como la dirección a la que decidí ir.

Soy joven, creo serlo, a veces me duele el pecho y siento los síntomas de una mujer adulta que teme por su propia muerte y se acurruca en posición fetal, como niña de dos años que teme porque le jalen los pies en medio de una noche donde todo está oscuro.
Entonces muero un poquito y meto mi muerte en esa canasta que dejaron en el suelo para mí...

Desde mi muerte comencé a amar, porqué no hay nada más análogo que la muerte y el amor, que se siente el infinito en todo el cuerpo y no queda más que cerrar los ojos.

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