lunes, 6 de mayo de 2013

Nos separamos algún día, él se quedó en una estación a la que yo no tenía acceso por cosas que no me dejaban seguir; 
o por lo mucho que había vivido tal vez.
Era un tren distinto, un viaje a otro camino, como el que alguna vez lo llevó a encontrarme.
El se alejó, lo veía de a poco, parado a lo lejos; yo desde una montaña le hablaba, él me miraba, me entendía, entonces sacudía los brazos y nos poníamos a llorar juntos. 
Yo lo quería a raticos y le dejaba cuentos debajo de la puerta, le escribía canciones de madrugada como las que le canté alguna vez, cuando todo estaba oscuro, sobre la cama.
Él me sonreía cuando lo podía mirar desde mi telescopio; lo veía minúsculo,como un niño que lloraba en su soledad de domingos por la noche cuando se quedaba sentado en la acera, naufragando en alguna bebida, esperando que alguien viniera a rescatarle.

A ratos bajábamos y no estábamos tan lejos, tan solos;Yo le decía entre susurros -Ya mi niño, todo saldrá bien- él ponía su cabeza sobre mis sueños y nos íbamos a volar. Entonces él bailaba para mí y yo danzaba adjunta a él; luego me abrazaba junto al espejo y ya no me veía tan distinta, tan deformada, era la imagen que a su lado formaba el caos hermoso de lo innombrable... Algunos que pasaban nos miraban observando al espejo y alzaban los gestos, fruncían los párpados, se les caían las cejas, les explotaba la boca y las palabras no les cabían; todas salían rodando por el suelo y se iban por las tuberías. 

Pero entonces en esa imagen unida, como refractada, habitaba mi historia y su historia, todo mezclado; como el azúcar que se le echa al café y ya no son ni azúcar ni café, sino el dulce amargo de la existencia, el líquido del que no quiere dormir. 

Así éramos nosotros, así era nuestra vida, que se mezclaba para no dejar nada suelto, sin encasillarse tanto, sin amargarlo todo, metiéndole con los días un terroncito de más a los momentos.

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